lunes, 10 de agosto de 2009

palabras



Palabras luchando por no morir.
Palabras escondidas tras la jerga.
Palabras enmudecidas por las cotidianas.
Palabras huyendo del desconocimiento.
Palabras enmohecidas en el desván de las palabras.
Palabras sin fuerzas para volver a ser palabras.
Palabras tristes entre otras tristes palabras.
Palabras otrora populares que ahora son inexplicables palabras.
Palabras atolondradas, perdidas entre mezquinas palabras.
Palabras exactas, inservibles por servir inexactas palabras.
Palabras ocultas por malsonantes palabras.
Palabras bellas convertidas en repugnantes palabras.
Palabras de seda y algodón, para momentos de ternura, son maltratas y expulsadas por feroces palabras.
Palabras de dulce caramelo, para niños sonrientes, son chantajeadas sin miramientos por amargas palabras.
Palabras delicadas, que acarician para calmar el dolor, son pulverizadas por hirientes y horrendas palabras.
Palabras esbeltas y de extrema riqueza son ensombrecidas por chapuceras y bochornosas palabras.
Palabras que por sí solas expresan más que mil palabras son pisoteadas por calamitosas y renqueantes palabras.

Palabras que fuisteis arrojadas al saco roto de las auténticas palabras, poneos las alas y volad para admirar cómo sois de bellas.

parawallo
10 de agosto de 2009

jueves, 6 de agosto de 2009

paranoia



Estaba inmóvil, sentado en el sillón, con la espalada erguida y las rodillas flexionadas en un perfecto ángulo de noventa grados, los pies juntos, la mirada fija en el teléfono situado sobre la mesa que había pegada al sillón. Las manos, también inmóviles, extendidas sobre sus muslos. De vez en cuando, el dedo índice de su mano derecha se movía rápidamente arriba y abajo, no más de tres o cuatro segundos, golpeando el muslo. Era lo único con movimiento dentro del minúsculo salón; ni siquiera los párpados se movían para pestañear, como si no quisiera parar de mirar al teléfono ni una millonésima de segundo. Tampoco había ruido, el silencio absoluto sólo era interrumpido de vez en cuando por el leve sonido del dedo índice golpeando rápidamente su muslo. ¿Cuánto tiempo pasó; una hora, dos; cinco, seis?; quizás más porque sentía hambre y sueño, pero allí seguía, inmóvil y en silencio, sin pestañear, mirando al teléfono.

Tras un rato, que muy bien pudieron ser más horas, el silencio fue fulminado por el estruendo del timbre del teléfono.

Ni parpadeó.

Sonó una vez y calló. Movió el índice y paró justo el instante que el timbre calló. Volvió a sonar y calló. Volvió a mover el índice y paró. Volvió a sonar y calló. Volvió a mover el índice y paró.

¿Cuántas veces sonó; diez, once, doce?

Volvió a sonar y calló. Volvió a mover el índice y paró.

Ya no sonó más.

Volvió a mover el índice y paró. Silencio. Seguía mirando al teléfono. Un minuto, dos, una hora. Volvió a mover el índice y paró. Volvió a mover el índice y paró. Volvió a mover el índice y paró.

De repente, con un movimiento de brazos insultantemente veloz, cogió el teléfono con ambas manos, lanzándolo contra la pared y volviéndolas a la misma posición antes de que aquél se estrellase haciéndose añicos.

Estaba inmóvil, sentado en el sillón, con la espalada erguida y las rodillas flexionadas en un perfecto ángulo de noventa grados, los pies juntos, la mirada fija en la mesa donde un instante antes había estado el teléfono. Las manos, también inmóviles, extendidas sobre sus muslos.

Volvió a mover el índice y paró.

Volvió a mover el índice y paró.

parawallo
06 de agosto de 2009

miércoles, 5 de agosto de 2009

el lector del banco



La luz del sol se abre paso entre los huecos que dejan las hojas de los árboles, arañándole espacio a las sombras, que se mueven de un lado a otro agitadas por la brisa. El sonido de un carrito de bebé al deslizar sus ruedas sobre la tierra, llega como un susurro lejano que poco a poco se va acercando al banco en el que, sentado, un lector está ensimismado en su lectura. Ante sí, sin quererlo, ve las ruedas y la parte baja del carrito, seguido del andar de unos pies femeninos ataviados con unas chanclas, bajo unas desnudas pantorrillas hasta donde los ojos del lector pueden ver sin levantar la vista de su lectura. El sonido se aleja y desaparece. El lector levanta la cabeza de repente, como si en ese momento la información ya le hubiese llegado y le hiciese reaccionar. Fuera de su mirada cabizbaja pero ahora visible justo frente a él, en otro banco, una persona le mira fijamente, pupila contra pupila, casi atravesándole el cerebro y siendo capaz de ver tras él. Sin quererlo se sobresalta y el corazón le comienza a latir más rápido, con el libro entre sus manos, sin poder bajar la vista, sin poder moverse, sin poder parar de mirar esos ojos profundos, sin expresión, pero hipnotizantes.

De nuevo el sonido de un carrito de bebé al deslizar sus ruedas sobre la tierra, llega como un susurro del mismo lugar por donde desapareció. Sin separar la vista de la persona sentada frente a él, aparece en su campo de visión la capota del carrito, unas manos femeninas empujándolo y, tapándole la visión del extraño, la cintura y el busto de la mujer. Al pasar ésta, el lector sacude la cabeza perplejo. En el banco ya no había nadie, ni rastro, como si se hubiese evaporado. En ese momento, un rayo de luz que se abrió paso entre los huecos dejados por las hojas, ayudado por la brisa, incidió directamente en sus ojos, lo que provocó que instintivamente bajara la cabeza y allí, entre sus manos, continuaba el libro abierto.

Siguió leyendo: “[…] De nuevo el sonido de un carrito de bebé al deslizar sus ruedas sobre la tierra, llega como un susurro […]”.

parawallo
05 de agosto de 2009