lunes, 27 de febrero de 2017

Vaho



Taza de té humeante entre las manos
Fuera llueve
Ya hace tiempo que cayó la noche
Dentro llueve
Ya hace tiempo que calló el tiempo

Frente muda sobre cristal frío
Fuera silencio
Mirada perdida en un fondo muerto
Dentro ciego
Ya hace tiempo que calló el sueño




parawallo
27 de febrero de 2017

martes, 20 de octubre de 2015

Un instante (II)



- Mírame a los ojos.

El pasillo era testigo de ropas que fueron arrancadas con pasión.

- No puedo parar de hacerlo.

Las sábanas yacían en el suelo, víctimas de un encuentro vigoroso.

- Míralos.

Los cuerpos, sudorosos y exhaustos, se entrelazaban sin pausa.

- No quiero parar de mirarlos.

Las manos recorrían los cuerpos, encontrándose en sus caminos.

- No quiero que dejes de hacerlo.

Los labios húmedos se encontraban con rabia y las lenguas se buscaban en el juego más lascivo.

- Prefiero cegar antes que no poder verlos.

Los sexos, perplejos, volvían a responder a los estímulos.

- Prefiero arrancármelos antes que no poder verte.

Las uñas arañaban la piel en la fogosidad del momento.

- No me sueltes, no dejes que me vaya.

Apretándose, entregados al vicio de los sentidos.

- No te sujeto, sé que no te irás.

Caricias en los brazos, en los rostros, en los muslos, en las espaldas, en los pechos, en los sexos.

- No quiero irme, hoy me quedo.

Penetrando en las entrañas. Tensando los sentidos.

- No te vayas, quédate siempre.

Agarrando el pelo, tirando. Mordiendo los labios, apretando.

- Hoy es siempre, disfrutémonos.

Revolcándose en las sensaciones, deleitándose en los placeres carnales.

- Recordémoslo.

Vaciándose entre gemidos. Estremeciéndose al sentir cálidos fluidos.

- Cada detalle.

Los corazones entregados a punto de estallar.

- Hagámoslo eterno.

Los cuerpos, sudorosos y exhaustos, se entrelazaban sin pausa.

- Mírame a los ojos.
- No quiero parar de mirarlos.
- No me sueltes, no dejes que me vaya.
- No te vayas, quédate siempre.
- Hagámoslo eterno.
- Cada detalle.




parawallo
20 de octubre de 2015

miércoles, 30 de septiembre de 2015

Un instante



Miraba hipnotizado aquellos ojos transparentes como el agua clara, sumido en una paz más allá de la consciencia, una tranquilidad que escapaba de lo racional. Pensando en cómo hacer eterno ese instante lleno de verdad.

Los dos cuerpos que un segundo antes estaban relajados uno junto al otro sobre la cama, se pusieron tensos con el primer contacto de los labios húmedos, saboreándose sin limitaciones. Mordisqueando. Chupando. Lamiendo. Sintiendo.

Gemidos que se van sucediendo con cada roce de la piel.

Miradas furtivas llenas de deseo carnal.

Dedos que estremecen los cuerpos con cada caricia.

Sexos reclamando atención sin ningún pudor.

Cómplices de la excitación y esclavos del placer.

Sin pasado ni futuro.

Presente palpable y real.

Sentir como único objetivo.

Una parte de sus corazones se entregaba con cada movimiento rítmico, empeñado en satisfacer y ser satisfecho.

Reacción química abstracta que hace uno lo que era dos. Conscientes. Absortos. Sorprendidos.

Íntimos.

Tensión extrema previa a la relajación total.

Sacudida y desconcierto.

Sumisión a lo irrefrenable.

Piel.

Mucha piel.

Toda la piel.

Sensaciones olvidadas que renacen caprichosas en la mente sin poderlo evitar.

- ¿Marchas?

Ecos del final de un presente que se torna eterno en el alma cuando ya es pasado.

- Debo.

Pasado que se reivindica en los recuerdos para tornarlo en presente.

- ¿Para siempre?

Recuerdos imborrables que rescatan sonrisas perdidas entre gemidos de placer.

- Es posible.


parawallo
30 de septiembre de 2015

lunes, 31 de agosto de 2015

caminar estático



Miraba con la calma y tranquilidad de otro tiempo perdido en los confines de los siglos. Le asaltaban recuerdos de un futuro que siempre imaginó y nunca llegaba.

Sensaciones no vividas que le eran familiares.

Realidades ajenas a la verdad.

Alrededor todo se desarrollaba de manera vertiginosa e inexplicable. Le parecía imposible poder saborear, disfrutar o vivir algo a esa velocidad.

Llegar antes de partir.

Sí, llegar antes de partir...

No llegaba tarde, si no que todo pasaba antes de suceder.

Un adiós sin un hola.
Un final sin principio.
Un amanecer de ninguna noche.
Una muerte sin vivir.

Sin pasión ni compasión ante un entorno que lo ignoraba en su ignorancia.

Vueltas y más vueltas hacia el mismo lugar, hacia el punto de partida, hacia el inicio continuo de tiempos que pasan pasando el tiempo que nunca pasa.

Ridícula continuidad amarrada como mula a una noria, que pisa y pisa sus pisadas, hasta que hay que rellenar el surco de los pasos para que no se haga tan profundo que ya no pueda caminar. Sin importar cuántas pisadas pisó o pisará, cuantos giros giró o girará, cuantos despertares despertó o despertará.

Bebé anciano que ya murió porque pasaron doscientos años al nacer, y que vino en el instante en que su descendencia ya era un árbol genealógico convertido en una selva, donde los progenitores se pierden en una maraña de ancestros enterrados por los siglos ya pasados antes de su nacimiento.

El estómago se le revolvió con la costumbre de algo que ya no se siente porque sucede desde hace una eternidad.

Abrió las fauces sin pestañear y, de nuevo, vomitó un cuco astiado que berreó y volvió a su lecho para descansar otros tres mil seiscientos segundos.

Como siempre.

Sin saber cuánto hacía

Sin saber cuánto hará.

Impasible.

Implacable.


parawallo
31 de agosto de 2015

miércoles, 19 de agosto de 2015

el tejado



Costaba más mantenerla en pie que tirarla y hacerla de nuevo. Hasta cinco especialistas se lo dijeron. Pagar una máquina era la mejor solución y, en menos de una mañana, todo sería escombros.

No era lo que él quería.

Se trataba del hogar en el que vivieron sus bisabuelos, sus abuelos y sus padres. En el que pasó infancia y adolescencia.

No tenía dinero, pero tenía tiempo. Todo el tiempo del mundo.

Empezaría por el destartalado tejado. Quitaría una a una las tejas. Después eliminaría la amalgama de tierra y cañizo, desmontaría las carcomidas vigas de madera y, poco a poco, sanearía muros y paredes. Volvería a montar vigas nuevas, el armazón, y colocaría una a una las tejas que quitó. Una vez hecho esto, las puertas, las ventanas o la cocina y el baño, sería coser y cantar.

Se durmió con estos pensamientos.

No lo pensó dos veces. Fue al patio trasero, lleno de años de hojarasca, tierra y telarañas. Allí estaba la vieja escalera de madera colocada sobre el muro. Siempre estuvo allí. Nunca supo por qué, pero nunca nadie la quitó.

En cada escalón sentía como si la energía de sus ancestros le entrara por los pies llegando hasta el corazón. Más que nunca estaba convencido que era lo que debía hacer.

Pisó las tejas con extremo cuidado y pronto se dio cuenta de que el tejado estaba más robusto de lo que había pensado.

Comenzó a quitar las tejas. Las apilaba en pequeños montoncitos de seis o siete. Sin prisa. Con cariño. Sintiéndolas. Acariciándolas.

Cuando quiso darse cuenta ya tenía levantado casi un tercio de la cubierta y el sol había alcanzado su cénit, incidiendo de lleno sobre su cabeza. Pensó que ya había llegado el momento de descansar y bajar a comer algo. Miró satisfecho los innumerables montoncitos de tejas repartidos sobre la parte ya desnuda del tejado y echó un vistazo a lo que aún le quedaba, sonriendo.

De repente, un reflejo le cegó. Entrecerró los ojos y vio algo brillar en el otro extremo del tejado. Se acercó con una inexplicable excitación. Levantó una teja y allí, ante sus sorprendidos ojos, impoluta, brillaba una antigua harmónica Hohner de blues.

No daba crédito.

¿Quién pudo colocar allí aquella joya? ¿Por qué? ¿La escondía? ¿De quién?

Se sentó y la cogió entre sus manos.

Comenzó a imaginar.

Sabía que su bisabuela murió dando a luz a su abuelo. Pero era lo único que sabía. Nunca nadie en la familia quiso hablar del tema más allá de ese hecho.

Pensó en su bisabuelo. Con su único hijo recién nacido. Triste. Solitario.

Le vino de nuevo la imagen: Allí estaba la vieja escalera de madera colocada sobre el muro. Siempre estuvo allí. Nunca supo por qué, pero nunca nadie la quitó.

Esa escalera tuvo que colocarla allí su bisabuelo. Sin duda debió ser él.

De alguna manera adquirió aquella harmónica y ella fue su consuelo.

Le imaginó en las madrugadas, con su abuelo ya dormido, subiendo la escalera, caminando por el tejado, levantando la teja con cuidado, cogiendo la harmónica y sentándose. Probablemente en el lugar donde él mismo estaba sentado.

Un escalofrío le recorrió todo el cuerpo. De manera inconsciente comenzó a acariciar la harmónica.

Cerró los ojos.

Siguió imaginando a su bisabuelo acercando la harmónica a los labios y comenzando a soplar tristes melodías de dolor, de melancolía, de añoranza, de amor arrancado y pesadumbre.

Era capaz de oírla.

Imaginó que esa era la verdadera historia de aquella harmónica. Que era la historia de su bisabuelo. De aquel padre que con el eco de aquellas tristes melodías mantenía el sueño de su hijo. Que era la agridulce historia de su familia, desde entonces hasta ese mismo instante en el que él estaba sentado en el tejado con la misma harmónica de su bisabuelo entre las manos. Y si no era así, para él siempre lo sería.

Sintió cómo una lágrima recorría la mejilla y su cara.

Por instinto, acercó la harmónica hacia sus labios.

Comenzó a soplar tristes melodías de dolor, de melancolía, de añoranza, de amor arrancado y pesadumbre.

Despertó.


parawallo
19 de agosto de 2015

jueves, 6 de agosto de 2015

presencia



Se le apreciaba un cuidado peinado de peluquería. Ni el más mínimo atisbo de barba se intuía en la tersa piel. El gesto, tranquilo, terminaba adornado por una indefinible sonrisa que recordaba la de Mona Lisa

Camisa blanca impoluta, que lucía un hermoso cuello Valentino almidonado.

Corbata verde esmeralda con nudo Windsor perfecto.

Traje italiano verde oliva.

Chaqueta totalmente abrochada y ajustada al atlético cuerpo. Solapas de pico, un poco separados del busto. Mangas que dejaban al descubierto los puños Trampolín de la camisa.

Pantalón con un ligerísimo toque de holgura. Perneras, algo pesqueras, que permitían intuir unos calcetines ejecutivo negros, ocultos tras unos sencillos zapatos Oxford del mismo color.

Salvo un cinturón trenzado, también negro, con hebilla clásica dorada; no tenía ningún adorno, ningún complemento. Ni un pisacorbatas o un pañuelo en la solapa. Ni tan siquiera un reloj, o una pulsera, o un anillo en alguno de sus cuidados dedos con reciente manicura.

Como era de esperar, la tapa se cerró y, respetando su última voluntad, fue incinerado.

parawallo
06 de agosto de 2015

lunes, 3 de agosto de 2015

tu belleza
mi locura



Ojos.
Profundos, puros, sinceros.
Bellos.

Mirada.
Limpia, transparente, desarmante.
Bella.

Boca.
Linda, coqueta, pícara.
Bella.

Sonrisa.
Tierna, risueña, envolvente.
Bella.

Voz.
Pausada, tranquila, serena.
Bella

Cuerpo.
Esbelto, imán, excitante.
Bello...

Bella...

Tan bella...

Belleza.
Locura.
Tu belleza es mi locura.
Locura por tu belleza.



parawallo
13 de julio de 2015

lunes, 10 de agosto de 2009

palabras



Palabras luchando por no morir.
Palabras escondidas tras la jerga.
Palabras enmudecidas por las cotidianas.
Palabras huyendo del desconocimiento.
Palabras enmohecidas en el desván de las palabras.
Palabras sin fuerzas para volver a ser palabras.
Palabras tristes entre otras tristes palabras.
Palabras otrora populares que ahora son inexplicables palabras.
Palabras atolondradas, perdidas entre mezquinas palabras.
Palabras exactas, inservibles por servir inexactas palabras.
Palabras ocultas por malsonantes palabras.
Palabras bellas convertidas en repugnantes palabras.
Palabras de seda y algodón, para momentos de ternura, son maltratas y expulsadas por feroces palabras.
Palabras de dulce caramelo, para niños sonrientes, son chantajeadas sin miramientos por amargas palabras.
Palabras delicadas, que acarician para calmar el dolor, son pulverizadas por hirientes y horrendas palabras.
Palabras esbeltas y de extrema riqueza son ensombrecidas por chapuceras y bochornosas palabras.
Palabras que por sí solas expresan más que mil palabras son pisoteadas por calamitosas y renqueantes palabras.

Palabras que fuisteis arrojadas al saco roto de las auténticas palabras, poneos las alas y volad para admirar cómo sois de bellas.

parawallo
10 de agosto de 2009

jueves, 6 de agosto de 2009

paranoia



Estaba inmóvil, sentado en el sillón, con la espalada erguida y las rodillas flexionadas en un perfecto ángulo de noventa grados, los pies juntos, la mirada fija en el teléfono situado sobre la mesa que había pegada al sillón. Las manos, también inmóviles, extendidas sobre sus muslos. De vez en cuando, el dedo índice de su mano derecha se movía rápidamente arriba y abajo, no más de tres o cuatro segundos, golpeando el muslo. Era lo único con movimiento dentro del minúsculo salón; ni siquiera los párpados se movían para pestañear, como si no quisiera parar de mirar al teléfono ni una millonésima de segundo. Tampoco había ruido, el silencio absoluto sólo era interrumpido de vez en cuando por el leve sonido del dedo índice golpeando rápidamente su muslo. ¿Cuánto tiempo pasó; una hora, dos; cinco, seis?; quizás más porque sentía hambre y sueño, pero allí seguía, inmóvil y en silencio, sin pestañear, mirando al teléfono.

Tras un rato, que muy bien pudieron ser más horas, el silencio fue fulminado por el estruendo del timbre del teléfono.

Ni parpadeó.

Sonó una vez y calló. Movió el índice y paró justo el instante que el timbre calló. Volvió a sonar y calló. Volvió a mover el índice y paró. Volvió a sonar y calló. Volvió a mover el índice y paró.

¿Cuántas veces sonó; diez, once, doce?

Volvió a sonar y calló. Volvió a mover el índice y paró.

Ya no sonó más.

Volvió a mover el índice y paró. Silencio. Seguía mirando al teléfono. Un minuto, dos, una hora. Volvió a mover el índice y paró. Volvió a mover el índice y paró. Volvió a mover el índice y paró.

De repente, con un movimiento de brazos insultantemente veloz, cogió el teléfono con ambas manos, lanzándolo contra la pared y volviéndolas a la misma posición antes de que aquél se estrellase haciéndose añicos.

Estaba inmóvil, sentado en el sillón, con la espalada erguida y las rodillas flexionadas en un perfecto ángulo de noventa grados, los pies juntos, la mirada fija en la mesa donde un instante antes había estado el teléfono. Las manos, también inmóviles, extendidas sobre sus muslos.

Volvió a mover el índice y paró.

Volvió a mover el índice y paró.

parawallo
06 de agosto de 2009

miércoles, 5 de agosto de 2009

el lector del banco



La luz del sol se abre paso entre los huecos que dejan las hojas de los árboles, arañándole espacio a las sombras, que se mueven de un lado a otro agitadas por la brisa. El sonido de un carrito de bebé al deslizar sus ruedas sobre la tierra, llega como un susurro lejano que poco a poco se va acercando al banco en el que, sentado, un lector está ensimismado en su lectura. Ante sí, sin quererlo, ve las ruedas y la parte baja del carrito, seguido del andar de unos pies femeninos ataviados con unas chanclas, bajo unas desnudas pantorrillas hasta donde los ojos del lector pueden ver sin levantar la vista de su lectura. El sonido se aleja y desaparece. El lector levanta la cabeza de repente, como si en ese momento la información ya le hubiese llegado y le hiciese reaccionar. Fuera de su mirada cabizbaja pero ahora visible justo frente a él, en otro banco, una persona le mira fijamente, pupila contra pupila, casi atravesándole el cerebro y siendo capaz de ver tras él. Sin quererlo se sobresalta y el corazón le comienza a latir más rápido, con el libro entre sus manos, sin poder bajar la vista, sin poder moverse, sin poder parar de mirar esos ojos profundos, sin expresión, pero hipnotizantes.

De nuevo el sonido de un carrito de bebé al deslizar sus ruedas sobre la tierra, llega como un susurro del mismo lugar por donde desapareció. Sin separar la vista de la persona sentada frente a él, aparece en su campo de visión la capota del carrito, unas manos femeninas empujándolo y, tapándole la visión del extraño, la cintura y el busto de la mujer. Al pasar ésta, el lector sacude la cabeza perplejo. En el banco ya no había nadie, ni rastro, como si se hubiese evaporado. En ese momento, un rayo de luz que se abrió paso entre los huecos dejados por las hojas, ayudado por la brisa, incidió directamente en sus ojos, lo que provocó que instintivamente bajara la cabeza y allí, entre sus manos, continuaba el libro abierto.

Siguió leyendo: “[…] De nuevo el sonido de un carrito de bebé al deslizar sus ruedas sobre la tierra, llega como un susurro […]”.

parawallo
05 de agosto de 2009