miércoles, 19 de agosto de 2015

el tejado



Costaba más mantenerla en pie que tirarla y hacerla de nuevo. Hasta cinco especialistas se lo dijeron. Pagar una máquina era la mejor solución y, en menos de una mañana, todo sería escombros.

No era lo que él quería.

Se trataba del hogar en el que vivieron sus bisabuelos, sus abuelos y sus padres. En el que pasó infancia y adolescencia.

No tenía dinero, pero tenía tiempo. Todo el tiempo del mundo.

Empezaría por el destartalado tejado. Quitaría una a una las tejas. Después eliminaría la amalgama de tierra y cañizo, desmontaría las carcomidas vigas de madera y, poco a poco, sanearía muros y paredes. Volvería a montar vigas nuevas, el armazón, y colocaría una a una las tejas que quitó. Una vez hecho esto, las puertas, las ventanas o la cocina y el baño, sería coser y cantar.

Se durmió con estos pensamientos.

No lo pensó dos veces. Fue al patio trasero, lleno de años de hojarasca, tierra y telarañas. Allí estaba la vieja escalera de madera colocada sobre el muro. Siempre estuvo allí. Nunca supo por qué, pero nunca nadie la quitó.

En cada escalón sentía como si la energía de sus ancestros le entrara por los pies llegando hasta el corazón. Más que nunca estaba convencido que era lo que debía hacer.

Pisó las tejas con extremo cuidado y pronto se dio cuenta de que el tejado estaba más robusto de lo que había pensado.

Comenzó a quitar las tejas. Las apilaba en pequeños montoncitos de seis o siete. Sin prisa. Con cariño. Sintiéndolas. Acariciándolas.

Cuando quiso darse cuenta ya tenía levantado casi un tercio de la cubierta y el sol había alcanzado su cénit, incidiendo de lleno sobre su cabeza. Pensó que ya había llegado el momento de descansar y bajar a comer algo. Miró satisfecho los innumerables montoncitos de tejas repartidos sobre la parte ya desnuda del tejado y echó un vistazo a lo que aún le quedaba, sonriendo.

De repente, un reflejo le cegó. Entrecerró los ojos y vio algo brillar en el otro extremo del tejado. Se acercó con una inexplicable excitación. Levantó una teja y allí, ante sus sorprendidos ojos, impoluta, brillaba una antigua harmónica Hohner de blues.

No daba crédito.

¿Quién pudo colocar allí aquella joya? ¿Por qué? ¿La escondía? ¿De quién?

Se sentó y la cogió entre sus manos.

Comenzó a imaginar.

Sabía que su bisabuela murió dando a luz a su abuelo. Pero era lo único que sabía. Nunca nadie en la familia quiso hablar del tema más allá de ese hecho.

Pensó en su bisabuelo. Con su único hijo recién nacido. Triste. Solitario.

Le vino de nuevo la imagen: Allí estaba la vieja escalera de madera colocada sobre el muro. Siempre estuvo allí. Nunca supo por qué, pero nunca nadie la quitó.

Esa escalera tuvo que colocarla allí su bisabuelo. Sin duda debió ser él.

De alguna manera adquirió aquella harmónica y ella fue su consuelo.

Le imaginó en las madrugadas, con su abuelo ya dormido, subiendo la escalera, caminando por el tejado, levantando la teja con cuidado, cogiendo la harmónica y sentándose. Probablemente en el lugar donde él mismo estaba sentado.

Un escalofrío le recorrió todo el cuerpo. De manera inconsciente comenzó a acariciar la harmónica.

Cerró los ojos.

Siguió imaginando a su bisabuelo acercando la harmónica a los labios y comenzando a soplar tristes melodías de dolor, de melancolía, de añoranza, de amor arrancado y pesadumbre.

Era capaz de oírla.

Imaginó que esa era la verdadera historia de aquella harmónica. Que era la historia de su bisabuelo. De aquel padre que con el eco de aquellas tristes melodías mantenía el sueño de su hijo. Que era la agridulce historia de su familia, desde entonces hasta ese mismo instante en el que él estaba sentado en el tejado con la misma harmónica de su bisabuelo entre las manos. Y si no era así, para él siempre lo sería.

Sintió cómo una lágrima recorría la mejilla y su cara.

Por instinto, acercó la harmónica hacia sus labios.

Comenzó a soplar tristes melodías de dolor, de melancolía, de añoranza, de amor arrancado y pesadumbre.

Despertó.


parawallo
19 de agosto de 2015