jueves, 9 de octubre de 2008

reflejos en la oscuridad



La poquísima luz rojiza del atardecer que entraba al dormitorio por el escaso hueco que dejaban las cortinas, apenas servía para trazar una línea que se deslizaba sin pudor, dejando al descubierto, y sin poderse esconder, cualquier secreto que la oscuridad hubiese podido dejar bajo su manto, como si quisiera partir en dos todo aquello que encontrara a su paso.

De la mesilla había conseguido como presa una de sus patas que, huérfana del todo que sustentaba, hacía un curioso efecto a la vista. La alfombra blanca ahora parecía el cable incandescente de un funambulista invisible que caminara a sujetarse de la barra anaranjada colocada en la nada en que se convirtió la pared, que encajaba a la perfección con la otra barra en la que se había convertido el techo y que parecía esperar que se aferraran a ella con fuerza las manos de un gimnasta que estuviera haciendo una pirueta en la oscuridad. Entre el espacio indescifrable e indeterminado que había entre el cable del funambulista y la barra del gimnasta, flotaba una bombilla apagada que tal vez formara parte de una lámpara, pero que ahora sólo era capaz de hacerse ver sin capacidad para hacer ver.

Como si de un conejo salido de la chistera de un mago se tratara, se empiezan a duplicar simultáneamente el cable, las barras, la pata y la bombilla. Casi en ese mismo instante y proyectado desde la barra de la pared, otro haz de luz se desplaza por culpa del espejo interior de la puerta de un armario, que se ha abierto de par en par sin dejar la oscuridad aún descubrir por qué.

Tras pararse el espejo con brusquedad, muy lentamente comienza a desplazarse hacia el lugar de donde vino y a reflejar nuevos invitados que permanecían ausentes en la escena.

La pata huérfana de la mesilla es acompañada por otra de una cama y parte de su colcha. Sentada sobre ésta se adivina la figura encorvada de una mujer y lo poco que se puede ver de su rostro no está con ella, si no que está en el espejo. No es apenas nada pero transmite mucho: una pupila vidriosa, un pómulo joven y una comisura sonriente.

El espejo vuelve a moverse y, durante un segundo, alumbra una mano que sostiene un papel manuscrito, en cuyo borde inferior se puede leer “Te quiero hoy y te querré siempre”.

El sol se pone por completo y la oscuridad se adueña de todo.

parawallo
09 de octubre de 2008